Palabras del Armorius

En el Scriptorium, los monjes escribanos o scriptores copiaban, decoraban y encuadernaban los diferentes textos para luego conservarlos en bibliotecas o bien hacerlos circular entre los otros monasterios. 

Tal vez suene paraójico, pero escribir -aunque sea un texto nuevo, como los que aquí se presentan- siempre es un acto de copia. Bien decía Bajtín que hablamos con palabras de otros. Inevitablemente, lo que digamos ya fue dicho por otro y otro nos repetirá.

Nuevo o viejo, la gran diferencia es cómo lo decimos.  



Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan son cada vez más raras.

Comencé el viaje cuando tenía poco más de treinta años y han pasado ya más de ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpido camino.

Creía, en el momento de partir, que en pocas semanas habría alcanzado los confines del reino; por el contrario, seguí encontrando nuevas gentes y países y en todas partes hombres que hablaban mi mismo idioma y que decían ser mis súbitos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha enloquecido y que, creyendo avanzar siempre hacia el sur, en realidad damos vueltas sobre nuestros propios pasos sin aumentar jamás la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué no estamos ahora junto a la extrema frontera.

Pero más frecuentemente me atormenta la duda de que este confín no existía, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por más que yo avance, jamás podré arribar a la frontera. Empecé el viaje cuando tenía más de treinta años, demasiado tarde, quizás. Los amigos, los mismos familiares, se burlaban de mi proyecto, opinando que iba a despilfarrar los mejores años de mi vida. Pocos de mis leales, en realidad, aceptaron partir.

Si bien era algo descuidado -mucho más que ahora- me preocupé de poder comunicarme, durante el viaje, con mis seres queridos; entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros. Creí, ignorante de mí, que tener siete mensajeros era una verdadera exageración.

Con el transcurso del tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, a pesar de que ninguno de ellos fue asaltado por los bandidos ni malogró su cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré recompensar.

Para distinguirlos con facilidad les puse nombres cuyas iniciales eran alfabéticamente progresivas: Alejandro, Benito, Carlos, Daniel, Eduardo, Federico, Gregorio.

Poco acostumbrado a estar lejos de mi casa, envié al primero, Alejandro, al caer la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. A la noche siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, después al tercero, después al cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde del viaje en que partió Gregorio. El primero todavía no había regresado.

Llegó la décima noche mientras acampábamos en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido menor a la prevista; había pensado que, yendo separado y en un corcel inmejorable, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros, pero no había recorrido el doble, sino sólo una vez y media; en una jornadas, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él avanzaba sesenta, pero no más.

Lo mismo pasó con los otros. Benito, que partió la tercera noche del viaje, retornó recién a la décima quinta; Carlos, que partió a la cuarta noche, nos alcanzó en la vigésima. Muy pronto comprendí que bastaba multiplicar por cinco los días que llevábamos viajando para saber cuándo volvería el mensajero.

Al alejarnos constantemente de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino el intervalo entre un arribo u otro comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras antes veía llegar al campamento un mensajero cada cinco días, el intervalo llegó a hacerse de veinticinco días; la voz de mi ciudad, de esa manera, se volvía cada vez más apagada: pasábamos semanas enteras sin tener ninguna noticia.

Una vez que transcurrieron seis meses -ya habíamos atravesado los montes Fasani- el intervalo entre uno y otro arribo de los mensajeros aumentó a cuatro meses. Ahora ellos me traían noticias lejanas; el sobre me llegaba ajado, muchas veces con manchas de humedad, debido a las noches que el portador se había visto obligado a pasar al sereno.

Avanzábamos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes que se deslizaban rápidamente sobre mí eran iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros se me aparecían en verdad, como cosas nuevas y diversas; y yo me sentía extranjero.

¡Adelante! ¡Adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, borraba las palabras descorazonadoras que se formaban sobre sus labios.

Ya habían pasado cuatro años de mi partida. ¡Qué larga fatiga! La capital, mi casa, mi padre, se habían vuelto extrañamente remotos, casi no me parecían reales. Ahora pasaban fácilmente veinte meses entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas misivas amarillentas por el tiempo y en ella encontraba nombres olvidados, modos de decir insólitos para mí, sentimientos que no lograba comprender. A la mañana siguiente, después de una sola noche de reposo, mientras nosotros nos poníamos en camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que yo había preparado en ese mismo tiempo.

Pero ya han transcurrido ocho años y medio. Esta noche cenaba solo en mi tienda cuando entró Daniel, que aún lograba sonreír, aunque estaba muerto de cansancio. Hace casi siete años que no lo veía. Durante todo este período larguísimo no ha hecho más que correr, atravesando praderas, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para traerme el paquete de sobres que hasta ahora no he tenido deseos de abrir. Ya se fue a dormir y volverá a partir mañana mismo, al amanecer.

Partirá por última vez. Consultando el calendario calculé que, aunque todo salga bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Daniel hasta dentro de treinta y cuatro años. Entonces tendré setenta y dos.

Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que me muera antes. No lo volveré a ver. Dentro de treinta y cuatro años (quizás antes, mucho antes) Daniel descubrirá, inesperadamente, los fuegos de mi campamento y se preguntará por qué nunca antes le resultó el trayecto tan corto.

Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendrá en el umbral y me verá inmóvil tendido sobre el camastro, flanqueado por dos soldados con antorchas, muerto.

¡Anda, pues, Daniel, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres la última ligazón con el mundo que en un tiempo fue también mío. Los mensajes recientes me han hecho saber que han cambiado muchas cosas, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra, allá, donde estaban las encinas a cuya sombra solíamos jugar. De cualquier manera, siempre seguirá siendo mi vieja patria. Tú eres la última atadura con ella, Daniel.

El quinto mensajero, Eduardo, que me alcanzará, si dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendrá tiempo de regresar. Después de ti, el silencio, ¡oh, dios mío!, a menos que encuentre los anhelados confines. Pero cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera. No existe, sospecho, frontera alguna, por lo menos en el sentido que habitualmente le damos. No hay muralla de separación, ni ríos divisorios, ni montañas que cierran el paso. Probablemente atravesaré el límite sin ni siquiera advertirlo e, ignorante de mí, continuaré mi camino. Por eso he decidido que cuando Eduardo y los demás mensajeros, después de él, me alcancen nuevamente, en vez de volver a tomar el camino de la capital, se me adelante, para que yo pueda saber con anterioridad lo que me espera.

Desde hace un tiempo una ansiedad inusitada se apodera de mí por las noches y ya no se trata de la añoranza de las alegrías pasadas, como en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer la tierra ignota a la que me dirijo.

Advierto -y no se lo he confiado hasta ahora a nadie- cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, el cielo irradia una luz insólita como jamás había visto, ni siquiera en sueños. Ha quedado definitivamente atrás el último cielo azul.

Las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de lo ya conocido y el aire me acerca presagios que no sé transmitir.

Una nueva esperanza me llevará mañana por la mañana aun más adelante, en dirección a aquella montaña inexplorada que ahora ocultan las sombras de la noche. Una vez más levantaré el campamento, y Daniel desaparecerá en el horizonte en dirección opuesta, para llevar a la ciudad remota mi inútil mensaje.

viernes, julio 17, 2009

Consigna semana 20/7

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Continuaremos con las obras de teatro y los cuentos para el concurso.
Si quieren traer algún otro texto de temática libre pueden hacerlo.

viernes, julio 10, 2009

Consigna semana 14/7

La consigna persiste en ser múltiple:
1. continuar trabajando en el texto para el concurso, el cual se comenta y corrige en clase.
2. continuar con la escritura de la mini obra de teatro
3. leer "La cita" de Masliah (publicado más abajo) como orientador del tono en que escribiremos la mini obra de teatro: lo tragicómico, lo ridículo.

Ya les envié un mail avisando que este lunes 14 no estaré.
Seguimos por mail.

lunes, julio 06, 2009

La cita - (Leo Masliah)

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Un hombre sentado solo en una mesa de un bar junto a una ventana que está abierta. Una muchacha viene caminando por la calle. Pasa por al lado de la ventana y el hombre le dice... (algo que está escrito acá en este papel). Ella lo mira y le pregunta: "¿A mí me hablás?"

Él enrojece y contesta: "Sí, pero le pido disculpas".

Ella dice: "¿Puedo pasar?"

Él contesta que sí, mientras se lleva la mano al bolsillo del saco y examina el escaso contenido de su billetera.

Ella dice "No te hagas problema, pienso pagar lo que consuma".

La muchacha, vista desde la calle, franquea la puerta del bar. Mientras dice “hola”, retira un poco de la mesa la silla en la que se va a sentar, para poder hacerlo. Se trata la silla opuesta a la del hombre respecto de la mesa.

El hombre enciende nerviosamente un cigarrillo y luego extiende la cajilla a la muchacha diciendo "Perdoná, no te ofrecí, ¿fumás?"

Ella dice: "No." Y luego dice también: "Así que... ¿te gusto?"

Él contesta: "Sí claro, pero no sé, en fin..."

Se miran en silencio. El hombre dice: "No te ofendas, pero me gustaría saber ante todo si te sentaste conmigo por razones de trabajo".

La muchacha lo acaricia y le dice: "No, bobito, estoy acá porque me enamoré de vos".

Se acercan las caras de ambos. Se besan. Luego la muchacha dice: "¡Uy, me tengo que ir!"

Él contesta: "Esperá, ¿cuándo nos podemos ver?"

Ella dice "Cuanto antes, espero".

Él dice: "Bueno, nos encontramos a las ocho en Sarmiento y Abel Giménez".

Ella contesta: "La hora me viene bien, pero no sé cuál es Abel Giménez".

Él dice "Es la segunda después de Mulligan".

Ella dice "¿Mulligan? No la conozco. Mejor nos vemos en el bar de Uruguay y Trostki".

"¿Uruguay y qué?" pregunta él.

"Y Trostki" contesta ella. Él pregunta: "¿Qué calle es esa? ¿Qué nombre tenía antes?"

"No sé, yo siempre la conocí por Trostki" dice ella.

"Y decime, ¿no te vendría bien en Sandokán y Paraguay?" pregunta él. Y agrega: "Yo siempre paro ahí".

"Mirá, Paraguay la conozco" dice ella, "pero Sandokán no".

Él contesta: "Bueno, ¿dónde querés que nos encontremos?"

"Acá" dice ella.

"Imposible" replica él, "a esa hora este lugar está tan lleno que no entra un alfiler".

"Bueno" dice ella, "te voy a dar la dirección de mi casa, creo que va a ser lo mejor".

El hombre anota mientras la muchacha le dice: “Reconquista y Florida”.

"¡Reconquista y Florida no se cruzan!" dice él, levantando la vista del papel.

"¿Me vas a decir a mí?" dice ella. "Yo vivo ahí".

Él contesta: "Sé perfectamente que no se cruzan, toda la vida trabajé por esa zona".

"Bueno" dice ella, "si te parece que no se cruzan, entonces no vengas nada".

"Claro que no voy a ir" dice él. "No me gustan las bromas pesadas".

"¿Sabés una cosa?" dice ella. "Sos un imbécil, si te digo que vivo ahí es porque vivo ahí".

"Mirá, no sigas con eso porque no me vas a poder engañar, pedazo de estúpida" le dice él.

"Pero nunca vi un tipo más tarado" contesta ella, "La hubiéramos pasado rebién esta noche en mi casa..."

"Sí, sí, andate un poquito a la mierda" dice él.

"La puta que te parió" dice ella.

El hombre se levanta iracundo y vuelca todo lo que hay en la mesa sobre la falda de la muchacha gritando: "¡No te metas con mi madre!"

Atrás, el mozo del bar llama la atención de un agente de policía sobre lo que está ocurriendo. Escena de pugilato entre el hombre y la muchacha. El policía se acerca gritando "alto, alto". Luego se lleva a los contendientes a una comisaría.

Más tarde el hombre está durmiendo en una celda. Un policía le abre la puerta diciendo: "Despiértese, Gómez".

"¿Eh?" dice él, incorporándose un poco.

El agente le dice: "puede irse", y lo conduce a una habitación donde le hace entrega de sus efectos personales. Gómez toma posesión de ellos y dice:

"Quisiera hacerle una pregunta. ¿Podría darme usted la dirección de esa mujer que vino acá conmigo?"

"¡No señor!" contesta enojado el policía, "le prohíbo que vuelva a ver a esa mujer. Si no se lleva bien con ella déjela tranquila y se acabó, ¿está claro?"

"Sí" dice Gómez.

-Le digo de corazón, siempre me gustaron las pinturas pero ese cuadro encierra algún enigma, está cargado de un simbolismo que solo Usted conoce y de eso no me cabe la menor duda, pues teniendo tantos cuadros valiosos le asignó un lugar de privilegio -quien así hablaba era el señor Chambert, invitado del señor Ramsay. Los dos, tras la cena, fumaban tranquilamente sus pipas para luego tomar una copa de coñac.

-Tiene Usted razón, esta cargado de un gran simbolismo. Fue un regalo de mi padre antes de morir pero lo había dejado en la casa que poseo en Le Mans. La historia fue referida por él mismo y de ella no hay testigos, por tal motivo dejo a su criterio considerarla verídica o no. Se había enamorado mi padre de una hermosa muchacha, de cabellos muy negros, talle esbelto y ojos inmensos e inquietos, 16 años contaba la joven y su familia tenia una posada. La situación de mi familia era diferente, no poseían nada y mi padre ni siquiera un oficio. Los padres de la moza no veían con buenos ojos la relación, así que con la primer excusa que encontraban se quejaban a mi abuelo hasta que para poner fin al asunto decidió enviarlo con un pariente. Marchó triste, pero prometiendo a la muchacha volver para casarse. Fue a vivir con un tío sin instrucción, soltero y generoso en un pueblito cerealero de una de las regiones más ricas y fértiles del valle del Po, en Lombardía. Era de edad avanzada, solterón y con un ojo afectado de cataratas, necesitaba ayuda, así que recibió al sobrino con los brazos abiertos. A mi padre desde un inicio le gustó la campiña, cierto que estaban un poco retirados pero se contemplaba la verde llanura en todo su esplendor, con las casas diseminadas cerca de las márgenes del río, los campos cultivados, los animales pastando. Hacía un poco de todo, arrastraba el arado, daba de comer a los animales, segaba el trigo, ataba las gavillas, cepillaba madera, en fin, trabajaba duro pero ganaba bien y todos le querían. Cierto día, después de varios meses en el lugar, se fue con unos muchachos con los que había hecho amistad, al pueblo. En una cantina comieron y bebieron a gusto, luego salieron a caminar por la pequeña plaza colmada de gente. Entre la muchedumbre se destacaban unos militares con sus impecables uniformes de galones deslumbrantes y hermosos sables. La multitud les habría paso mientras ellos, majestuosos en su andar, avanzaban con la frente alta como si quisieran mostrar que estaban muy por encima de cuantos los rodeaban. Una mujer envuelta en sucios harapos se acercó pidiendo una limosna. El militar mas bajo de estatura era quien marchaba al frente, con parsimonia sacó una moneda de oro y se la entregó. Ella, agradecida, intentó besarle la mano pero el militar, con gesto brusco la retiró y apuró el paso, los demás lo siguieron. La multitud con poco disimulada alegría los miraba alejarse lo cual evidenciaba que no eran bienvenidos. Tras el incidente la animada plaza continuó su vida dominical. Los jóvenes volvieron del pueblo bien entrada la noche y con algunas copas de más pero al día siguiente, como todos los días, estaban aplicados a sus labores. Pasaban los días hasta que finalmente se presentó el invierno. Oscurecía temprano, tío y sobrino se retiraban a descansar antes de las diez. Esa noche caía una nieve menuda que iba cubriendo todo con una fina capa, ya dormían cuando los perros comenzaron a ladrar, ninguno pensó en salir a mirar cuando sintieron unos golpes en la puerta. Mi padre abrió, frente a él estaban algunos de aquellos militares que había visto meses antes. Ahora el aspecto era bien diferente, se veían vencidos, maltrechos, fatigados, sucios. No hablaban italiano así que les hizo seña para que pasaran mientras el tío salía de su habitación a ver que sucedía. Con cierta desconfianza entraron tres soldados, recorrieron la casa y al comprobar que, salvo el anciano y el joven, no había nadie más pidieron al resto que pasara, dejando dos centinelas en la puerta, pues traían consigo un herido. Habían cortado ramas y con ellas armaron una parihuela donde lo transportaban. El tío de inmediato atizó la lumbre y todos se sentaron cerca para calentarse. Mi padre fue a buscar agua limpia y unas toallas para el herido. Un hombre que se presentó como el sargento Blanchet con las pocas palabras que conocía de italiano explicó que debían llevar al herido hasta la frontera pero que tras varios días de marcha se habían quedado sin víveres y aun faltaban más de 200 kms, querían algo para comer. Aun no terminaba de explicar cuando el tío, poniendo de manifiesto la típica hospitalidad campesina, calentaba los restos de la cena. El sargento intercambió algunas palabras con el herido que se veía muy débil e incluso parecía tener fiebre. Mi padre le limpió un poco la herida del hombro, luego puso una toalla mojada sobre su frente y con un gesto los invitó a sentarse. Algunos, atraídos por el olor de la carne, se habían sentado antes de ser invitados. Sobre la mesa había pan, tocino, queso, patatas, algunos trozos de carne y tres botellas de vino. Mientras comían mi padre llevó también de comer a los centinelas. Todo cuanto había en la mesa fue devorado. Al rato estaba lista una sopa para el herido, quien hizo visibles esfuerzos por incorporarse sin resultado alguno. El sargento Blanchet se aprestaba a dar la orden para que un soldado lo alimentara cuando mi padre hizo señas que continuaran pues él se ocuparía. El tío trajo una manta y abrigó mejor al herido que lo miró agradecido. Luego del descanso y la cena estaban todos más animados y con gestos agradecían la hospitalidad. El tío abrió una botella de grapa. A esa botella siguió otra. El alcohol había puesto a todos locuaces y de muy buen humor pero había que emprender la marcha. Le dieron un poco de comida cuidadosamente envuelta, dos botellas de vino, una de grapa y agua. Bajo la influencia de la grapa, el sargento Blanchet hablaba con voz fuerte y parsimoniosa, gesticulando mucho como si así lo fuesen a comprender mejor. Estaba realmente conmovido. Abrazó al tío efusivamente y le dio dos monedas de oro. A mi padre, además del abrazo lo besó en la mejilla. Salieron todos dando las gracias, los centinelas que habían permanecido afuera, también agradecieron. El tío fue por su vieja yegua y la dio al sargento para que pudiesen llevar al herido. Todos quedaron emocionados. Se impartieron nuevas órdenes, solo el sargento y un oficial más quedaron con el herido para continuar viaje, el resto regresaba a la ciudad. Momentos antes de partir el sargento hizo escribir a mi padre su nombre y el del tío en un papel que luego guardó cuidadosamente doblado, en el bolsillo de su chaqueta.

Marchaban aliviados por poder llevar al herido en la vieja yegua e iban dejando las huellas en la nieve mientras saludaban en señal de despedida. Ahí mi padre reparó en las viejas botas del herido, que estaban incluso agujereadas, por más que no caminase se helaría con seguridad. Gritó para que se detuvieran y volvió trayendo sus zapatos de labriego que estaban casi nuevos. El herido lo miró largamente y apretándole fuerte la mano dijo algo que fue traducido por Blanchet como “se los devolveré”. Los tres hombres y la bestia se perdieron en el frío y la oscuridad de la noche.
Corría el año 1805, dos años después de los sucesos relatados, cuando recibieron mi padre y su tío la visita del alguacil que traía consigo un paquete conteniendo una bolsa con 1000 luises de oro y este cuadro. Contó que un tal señor Blanchet por orden expresa del Rey había encargado a uno de los mejores pintores de la época ese cuadro. Les entregó además del dinero un sobre donde se les invitaba a Roma el 26 de mayo a la coronación del herido que ya antes había sido proclamado rey de Italia y quien no era otro que Napoleón Bonaparte. Ahí tiene Usted la historia de ese cuadro. El mismísimo Emperador de los franceses y rey de Italia, que había estado en esa humilde casa, cumplía con la promesa de “devolver” los zapatos y que juzgando por como fueron reflejados en el cuadro le fueron de gran utilidad. Mi padre compró muchas tierras en Italia y Francia y finalmente se casó con la muchacha pero jamás pudo referir que su fortuna provenía de haber ayudado al enemigo…
Ahora, si le parece, tomemos el coñac.