Palabras del Armorius

En el Scriptorium, los monjes escribanos o scriptores copiaban, decoraban y encuadernaban los diferentes textos para luego conservarlos en bibliotecas o bien hacerlos circular entre los otros monasterios. 

Tal vez suene paraójico, pero escribir -aunque sea un texto nuevo, como los que aquí se presentan- siempre es un acto de copia. Bien decía Bajtín que hablamos con palabras de otros. Inevitablemente, lo que digamos ya fue dicho por otro y otro nos repetirá.

Nuevo o viejo, la gran diferencia es cómo lo decimos.  



-Le digo de corazón, siempre me gustaron las pinturas pero ese cuadro encierra algún enigma, está cargado de un simbolismo que solo Usted conoce y de eso no me cabe la menor duda, pues teniendo tantos cuadros valiosos le asignó un lugar de privilegio -quien así hablaba era el señor Chambert, invitado del señor Ramsay. Los dos, tras la cena, fumaban tranquilamente sus pipas para luego tomar una copa de coñac.

-Tiene Usted razón, esta cargado de un gran simbolismo. Fue un regalo de mi padre antes de morir pero lo había dejado en la casa que poseo en Le Mans. La historia fue referida por él mismo y de ella no hay testigos, por tal motivo dejo a su criterio considerarla verídica o no. Se había enamorado mi padre de una hermosa muchacha, de cabellos muy negros, talle esbelto y ojos inmensos e inquietos, 16 años contaba la joven y su familia tenia una posada. La situación de mi familia era diferente, no poseían nada y mi padre ni siquiera un oficio. Los padres de la moza no veían con buenos ojos la relación, así que con la primer excusa que encontraban se quejaban a mi abuelo hasta que para poner fin al asunto decidió enviarlo con un pariente. Marchó triste, pero prometiendo a la muchacha volver para casarse. Fue a vivir con un tío sin instrucción, soltero y generoso en un pueblito cerealero de una de las regiones más ricas y fértiles del valle del Po, en Lombardía. Era de edad avanzada, solterón y con un ojo afectado de cataratas, necesitaba ayuda, así que recibió al sobrino con los brazos abiertos. A mi padre desde un inicio le gustó la campiña, cierto que estaban un poco retirados pero se contemplaba la verde llanura en todo su esplendor, con las casas diseminadas cerca de las márgenes del río, los campos cultivados, los animales pastando. Hacía un poco de todo, arrastraba el arado, daba de comer a los animales, segaba el trigo, ataba las gavillas, cepillaba madera, en fin, trabajaba duro pero ganaba bien y todos le querían. Cierto día, después de varios meses en el lugar, se fue con unos muchachos con los que había hecho amistad, al pueblo. En una cantina comieron y bebieron a gusto, luego salieron a caminar por la pequeña plaza colmada de gente. Entre la muchedumbre se destacaban unos militares con sus impecables uniformes de galones deslumbrantes y hermosos sables. La multitud les habría paso mientras ellos, majestuosos en su andar, avanzaban con la frente alta como si quisieran mostrar que estaban muy por encima de cuantos los rodeaban. Una mujer envuelta en sucios harapos se acercó pidiendo una limosna. El militar mas bajo de estatura era quien marchaba al frente, con parsimonia sacó una moneda de oro y se la entregó. Ella, agradecida, intentó besarle la mano pero el militar, con gesto brusco la retiró y apuró el paso, los demás lo siguieron. La multitud con poco disimulada alegría los miraba alejarse lo cual evidenciaba que no eran bienvenidos. Tras el incidente la animada plaza continuó su vida dominical. Los jóvenes volvieron del pueblo bien entrada la noche y con algunas copas de más pero al día siguiente, como todos los días, estaban aplicados a sus labores. Pasaban los días hasta que finalmente se presentó el invierno. Oscurecía temprano, tío y sobrino se retiraban a descansar antes de las diez. Esa noche caía una nieve menuda que iba cubriendo todo con una fina capa, ya dormían cuando los perros comenzaron a ladrar, ninguno pensó en salir a mirar cuando sintieron unos golpes en la puerta. Mi padre abrió, frente a él estaban algunos de aquellos militares que había visto meses antes. Ahora el aspecto era bien diferente, se veían vencidos, maltrechos, fatigados, sucios. No hablaban italiano así que les hizo seña para que pasaran mientras el tío salía de su habitación a ver que sucedía. Con cierta desconfianza entraron tres soldados, recorrieron la casa y al comprobar que, salvo el anciano y el joven, no había nadie más pidieron al resto que pasara, dejando dos centinelas en la puerta, pues traían consigo un herido. Habían cortado ramas y con ellas armaron una parihuela donde lo transportaban. El tío de inmediato atizó la lumbre y todos se sentaron cerca para calentarse. Mi padre fue a buscar agua limpia y unas toallas para el herido. Un hombre que se presentó como el sargento Blanchet con las pocas palabras que conocía de italiano explicó que debían llevar al herido hasta la frontera pero que tras varios días de marcha se habían quedado sin víveres y aun faltaban más de 200 kms, querían algo para comer. Aun no terminaba de explicar cuando el tío, poniendo de manifiesto la típica hospitalidad campesina, calentaba los restos de la cena. El sargento intercambió algunas palabras con el herido que se veía muy débil e incluso parecía tener fiebre. Mi padre le limpió un poco la herida del hombro, luego puso una toalla mojada sobre su frente y con un gesto los invitó a sentarse. Algunos, atraídos por el olor de la carne, se habían sentado antes de ser invitados. Sobre la mesa había pan, tocino, queso, patatas, algunos trozos de carne y tres botellas de vino. Mientras comían mi padre llevó también de comer a los centinelas. Todo cuanto había en la mesa fue devorado. Al rato estaba lista una sopa para el herido, quien hizo visibles esfuerzos por incorporarse sin resultado alguno. El sargento Blanchet se aprestaba a dar la orden para que un soldado lo alimentara cuando mi padre hizo señas que continuaran pues él se ocuparía. El tío trajo una manta y abrigó mejor al herido que lo miró agradecido. Luego del descanso y la cena estaban todos más animados y con gestos agradecían la hospitalidad. El tío abrió una botella de grapa. A esa botella siguió otra. El alcohol había puesto a todos locuaces y de muy buen humor pero había que emprender la marcha. Le dieron un poco de comida cuidadosamente envuelta, dos botellas de vino, una de grapa y agua. Bajo la influencia de la grapa, el sargento Blanchet hablaba con voz fuerte y parsimoniosa, gesticulando mucho como si así lo fuesen a comprender mejor. Estaba realmente conmovido. Abrazó al tío efusivamente y le dio dos monedas de oro. A mi padre, además del abrazo lo besó en la mejilla. Salieron todos dando las gracias, los centinelas que habían permanecido afuera, también agradecieron. El tío fue por su vieja yegua y la dio al sargento para que pudiesen llevar al herido. Todos quedaron emocionados. Se impartieron nuevas órdenes, solo el sargento y un oficial más quedaron con el herido para continuar viaje, el resto regresaba a la ciudad. Momentos antes de partir el sargento hizo escribir a mi padre su nombre y el del tío en un papel que luego guardó cuidadosamente doblado, en el bolsillo de su chaqueta.

Marchaban aliviados por poder llevar al herido en la vieja yegua e iban dejando las huellas en la nieve mientras saludaban en señal de despedida. Ahí mi padre reparó en las viejas botas del herido, que estaban incluso agujereadas, por más que no caminase se helaría con seguridad. Gritó para que se detuvieran y volvió trayendo sus zapatos de labriego que estaban casi nuevos. El herido lo miró largamente y apretándole fuerte la mano dijo algo que fue traducido por Blanchet como “se los devolveré”. Los tres hombres y la bestia se perdieron en el frío y la oscuridad de la noche.
Corría el año 1805, dos años después de los sucesos relatados, cuando recibieron mi padre y su tío la visita del alguacil que traía consigo un paquete conteniendo una bolsa con 1000 luises de oro y este cuadro. Contó que un tal señor Blanchet por orden expresa del Rey había encargado a uno de los mejores pintores de la época ese cuadro. Les entregó además del dinero un sobre donde se les invitaba a Roma el 26 de mayo a la coronación del herido que ya antes había sido proclamado rey de Italia y quien no era otro que Napoleón Bonaparte. Ahí tiene Usted la historia de ese cuadro. El mismísimo Emperador de los franceses y rey de Italia, que había estado en esa humilde casa, cumplía con la promesa de “devolver” los zapatos y que juzgando por como fueron reflejados en el cuadro le fueron de gran utilidad. Mi padre compró muchas tierras en Italia y Francia y finalmente se casó con la muchacha pero jamás pudo referir que su fortuna provenía de haber ayudado al enemigo…
Ahora, si le parece, tomemos el coñac.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Dice Franco que es un cuento bastante logrado

armorius dijo...

en nobre de la autora, Mirian -que se autoproclamó analfabeta en estas cosas de internet-, te doy las gracias por tu comentario.

Anónimo dijo...

Que bárbara, como ambientó la época sin describir casi nada. ¿Ha escrito algún libro para adquirirlo? Super logrado este cuento. Me sonó al de la carta robada de Poe.

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